20/8/10

El hombre que amo...

Y tus largas manos acariciando el tiempo de la espera, tu voz apagada, casi inocente... Y esa voz, la del gramófono, desgranándose en ternura, en ansiedad y euforia... y yo aquí, esperando que me ames, esperando la dulce caricia de las puntas de tus dedos, mientras agito éstas, mis inútiles manos, haciéndole señas a nadie en el medio de la noche... (2009).

El placer es una liebre acorralada por perros de caza (en realidad es el aroma que de todo ello se desprende)

(…)

Desde el primer vistazo me resultó atractivo. Lo hallé muy cerca del cuerpo de otro chico, su pecho contra esa espalda, besándola, conteniendo sus espasmos con los brazos. Decidí no curiosear más, buscaba lo mismo y no quería perder tiempo. Además, no tolero a los expectantes, esclavos de su morbosidad, sujetos del anhelo.

A la vuelta de mis pasos lo hallé de nuevo, solo. Se detuvo ante mi cuerpo, acaso más ligero que el peso de su mirada. Mientras me desabrochaba el pantalón dijo: "esto no me lo pierdo", no pude evitar sentirme desconcertado. Pero esta impresión quedó rápidamente superada, me envolvió en su ímpetu de que yo tomara las riendas del encuentro, azuzándome con su voz, usando ciertas expresiones verbales, combustible para mí, feliz de sentirlo por dentro.

Se hicieron pausas, pero el contacto nunca cesó, me animaba a ocupar el rol que tan sólo unos minutos previos había dejado. Decidí acompañarlo hasta el final, y justo cuando mis fuerzas ya no daban para más, vino su orgasmo: al separarnos él se había transformado en una liebre acorralada por perros de caza, una criatura veloz, trémula.

Le pregunte que sentía en ese momento y me contestó: "me siento como si fuera el centro del mundo – señalaba con un dedo la parte baja de su vientre – como si no hubiera nadie más que yo". Luego recargó su frente contra la pared, los ojos cerrados, la mano izquierda rasgando el muro. Advertí en su rostro un gesto, no puedo recordar exactamente como era, un signo de consternación tal vez. Entonces me incorporé y con rapidez lo abracé, porque en ocasiones como esta es bueno que te abracen.

(...)

Maestro de ceremonias…

Y en medio de esa orgía, se dio cuenta que había un maestro de ceremonias.

Era Denis Leary, de pie sobre un inmenso pedestal gris, protegido apenas del vació por una endeble barandilla. En una mano sostenía un micrófono conectado al techo por un cable, en la otra llevaba algunas hojas blancas, quizá un programa. Hablaba todo el tiempo, señalaba, hacía algunas bromas. Su traje era una pésima combinación de pantalón gris rata con un saco azul, no tan obscuro. Camisa blanca y el cuello libre de corbata.

Todo esto sucedía en el interior de una inmensa nave industrial, bien iluminada, amplia… no podía diferenciar si el vapor alrededor de las lámparas era provocado por su funcionamiento o se desprendía de nuestros cuerpos...